En España no existe supuestamente separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), que han de controlarse entre sí para evitar cualquier clase de abuso. Tampoco parece ser que defiendan convenientemente todos los empleados públicos el interés general de la Administración, frente a la probable inclinación partidista de los políticos. Deber emanado del artículo 103 de la Constitución española. Imparcialidad que queda cuestionado al hipotéticamente darse tratos de favor en el ingreso a la función pública. Procesos de selección donde podrían apreciarse conductas tales como: arbitrariedad, desviación de poder o la ya penalmente reprochable prevaricación. Así como la comisión del delito de revelación de secretos o bien el de falsificación de documento oficial. Tampoco queda garantizada la neutralidad al permitirse el paso de las ocupaciones de funcionario a las de político, sin penalización alguna y con posibilidad de retorno. O mediante el uso discrecional de la libre designación para colocar en puestos estratégicos a personas con una presunta actitud más laxa. O a través de la capacidad de decisión del cargo electo sobre el incremento o reducción de los emolumentos del funcionario que lo debe controlar. Con la consecuente contaminación de la función pública. Siendo por tanto bastante irónico preguntarse por qué no saltaron las alarmas del propio sistema ante los cuantiosos casos de corrupción acaecidos. (Leer más)
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